Contó el otro día Matías Vallés en su columna una anécdota a raíz de los disturbios vividos la semana pasada en distintas capitales europeas. Relataba un comunicado del embajador de Austria en París a su rey en el que le decía que "mientras la corrupción y el derroche absorben el tesoro real, se alza
un grito de miseria y de terror. Es moralmente imposible que este estado
de cosas subsista todavía un largo tiempo, sin que se produzca algún
tipo de catástrofe". Fue en 1786, y todos sabemos lo que ocurrió tres años más tarde, sale en los libros de historia.
Como contrapeso a la clarividencia de este señor, está la historia que cuenta Rousseau en 1766 sobre una princesa que, ante unos disturbios provocados por el hambre y los precios del pan, comentó que "si no tienen pan, que coman brioches".
Aunque podrían ser forzados estos ejemplos y trasladarlos a los momentos que vivimos, la idea es que en todo momento hay quienes, como los indios en las películas, se mantienen atentos y saben cuándo va a llegar el tren a partir de las vibaraciones del suelo. Y otros que no se enteran hasta que el tren les arrolla (o sea, que no se enteran). La gracia estaría en que los segundos supieran apreciar la sensibilidad de los primeros. Pero me temo que viven en mundos distintos, incomunicados e incomunicables.
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