jueves, 24 de octubre de 2019

La hoguera de las vanas vanidades

Ya deberíamos estar al tanto de que los tiempos cambian. Pero no en la forma simple y superficial de las modas, que sólo modifican algunos aspectos más o menos vacuos. No es tampoco evolución, la cual evoca cierta progresividad. Estamos en un momento de ruptura, de salto, como pocos se han dado en la historia de la humanidad (me atrevo a decir que sólo dos veces: revolución del neolítico e industrial). Viniendo de donde venimos, a día de hoy todavía vemos más lo que estamos perdiendo que lo que vamos a ganar. Y una de esas cosas que están desapareciendo es la intimidad. Con el surgimiento del sujeto moderno apareció en él un campo propio, personal e intrasferible que debería ser objeto de mimo y cultivo, puesto que es donde la vida propiamente dicha se desarrollaba. Se subrayó lo individual y surgieron las ideas de ciudadanía, derecho y la conciencia política, la intimidad y la privacidad. Ese hincapié ha durado un par de siglos y parece que se está diluyendo. En esta sociedad de la exposición, vamos dejando pistas de todos nuestros movimientos, a veces de forma voluntaria (cada vez más) y otras involuntariamente. Nos ofrecemos a las redes, a los gobiernos, a las corporaciones, nos vendemos por un puñado de likes, que paradójicamente nos minan buscando reforzar un ego cada vez más caquéctico. Lo de las redes es tan sólo un síntoma de algo más profundo y grave, de una tendencia a ir perdiendo la privacidad y la intimidad, de la dilución en la masa (que ya ni siquiera lo es, ha sido transformada en big data, estudiada y manejada por técnicos).

Ya no hay un yo, sólo va quedando el ego, esa bestia voraz que exige cada vez más, en una carrera por engordar y satisfacer una indigencia infinita.

miércoles, 16 de octubre de 2019

En los márgenes

Soy de los que subrayan los libros y hago anotaciones en los márgenes. Es mi huella en ellos. La huella de su huella. Hitos de un camino, miliarios de la vía del espíritu. A veces revisitas esas páginas años después, y te encuentras con esas señales, que ya parecen hechas por alguien ajeno, por alquien que fue yo pero ya no lo es. Es una situación extraña. Puede que aún se mantengan esos puntos de vista, o no. Incluso se pueden añadir nuevas notas, sumando capas y sedimento, dotándo al papel de cierta vida y organicidad. 

También tengo libros de segunda mano, adquiridos en mercadillos, librerías de viejo o directamente del contenedor (como creo que es un crimen tirar un libro, a menudo los rescato). En algunos también han dejado huellas: subrayados, notas, dedicatorias, exlibris... Son pistas de otras vidas, a las que me asomo con curiosidad. Pequeño destellos, indicios de existencias ajenas con los que intento componer alguna clase de constelación. 

Porque a veces las hojas de un libro viejo son ventanas por las que asomarse a universos, inabarcable e inalcanzables, pero que están ahí. Y sólo saber que existen ya es un alivio y un estímulo. 

martes, 1 de octubre de 2019

Treinta años de avalancha

Expandiendo un poco el conocido tango, diríase que treinta años no es nada. Vistos en retrospectiva, han pasado volando, y uno no puede evitar preguntarse ¿ya han pasado treinta años?. Pero el tiempo es elástico y extraño, y en ese tiempo que ahora parece breve han pasado muchas cosas: para empezar, hemos crecido, nos hemos hecho adultos. El mundo también ha cambiado mucho: hace treinta años aún duraba la guerra fría, no había móviles ni internet (no al menos a pie de calle), y nos manejábamos en pesetas. 

La vida era ligera entonces. Pero de un día para otro empezó la pesadez, se deslizó una avalancha que aún dura, y que no va a parar hasta que la muerte, que la puso en marcha, venga a ponerle el punto final.