La sociedad está llena de tensiones. Unas veces mejor llevadas que otras. Aunque se tiende a colocar bajo epígrafes unitarios, por debajo de esa unión corren numerosas corrientes, como ocurre con nuestro cuerpo, que es uno pero que encierra numerosos procesos, a menudo de signo contrario. La gracia está en cargar con todo ese magma móvil, de hacer que las partes no acaben con el todo. Tal vez por eso necesitamos naciones, estados y demás parafernalia, para crear la ficción de cierta unidad, de que a pesar de todo, las tensiones no son absolutas.
Pero puede darse el caso de que alguna de las partes amenace a las demás o a alguna de las demás. Que aspire a la aniquilación. En este caso, que en apariencia denota una seguridad y un afán extremos, fanáticos, se da en realidad la más total inseguridad. No creen poder aguantar ni necesitar con los otros, que son vistos como una amenaza para la sociedad de la que forman parte y de la que se ven como máximos exponentes y defensores. Si la fractura es lo suficientemente grande (no afecta a un grupo minoritario), trasladan esa inseguridad al cuerpo social entero, amenazándola creyéndola proteger.
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