miércoles, 14 de noviembre de 2018

Vindicación del entierro

Noviembre, mes de difuntos. Hablemos de sus asuntos. Como vivo, debo confesar que ese mundo me es ajeno. No sé nada de lo que pueda ser estar muerto, si es que es algo. Por eso es mejor que nos refiramos a lo que queda de nosotros en este mundo cuando nos marchamos al otro: nuestro cadáver. De un tiempo a esta parte se está popularizando la incineración, algo muy sintomático de nuestra época aséptica y acomodaticia. El fuego purificador nos reduce a cenizas y te puedes llevar al finado a casa, ahorrándote visitas al cementerio. Si le añadimos criterios económicos al procedimiento (parece que cremar es más barato que enterrar), completamos el círculo moderno. 

Aquí queremos reivindicar el entierro y la podredumbre: la lenta descomposición (que requiere meses y años) frente a la evaporación. El servir de pasto a los gusanos y de abono a las flores. Que los restros de uno puedan ser encontrados en el futuro y servir de algo a las futuras generaciones. La melancolía del camposanto, el poder generar bonitos fuegos fatuos. No querría para nada el embalsamamiento, o a lo mejor sólo un toque, para prolongar un poco la descomposición. 

Definitivamente, que me entierren. Un fardo y una pala. No hace falta mucho más (aunque claro, las ordenanzas y leyes varias seguro que se encargan de complicar el asunto, de tecnificarlo y burocratizarlo). El fuego, para los herejes. No vaya a ser que al final tengan razón los del Juicio Final y no podamos resucitar. Aunque claro, con estas cosas igual Dios no tiene muchas razones para colocarme en la lista de resucitables y al final acabo cremándome en el infierno después de haber sido enterrado (en ese caso sería un dos por uno). 

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