Hay palabras y conceptos que tienden a usarse a modo de comodines, banalizando y atenuando sus significados y referentes originarios. Vienen muy bien porque, unas veces por moda, y otras por ignorancia (a menudo ambas combinadas, ya que suelen ir de la mano), sirven para asestar golpes dialécticos. Funcionan como armas de destrucción masiva: es utilizarlos y o bien se saca de quicio al rival o bien se pone al auditorio a favor (muy de nuestro tiempo, como si las razones dependieran de un plebiscito y del número de gentes a favor). En realidad son síntomas del blindaje de quien las arroja, de su nula voluntad de entendimiento. Y cuando se juntas varias, se produce un combo dialéctio especial que blinda definitivamente el asunto. Son una señal de que es el momento de emprender la huida.
Ejemplos: Dios (por aquello de que sus caminos son insondables, viene bien para explicar cualquier cosa, y su rival Satán también, claro), fascismo (¿a quién no le han acusado de fascista?), el pueblo (que unido jamás será vencido, y claro, es muy tentador reunirlo en torno a las propias ideas), el inconsciente (fuerza insondable y oculta que opera entre unas bambalinas que todo el mundo conoce menos la persona interesada, claro), el sionismo, o el patriarcado (como Dios, de quien a veces parece un trasunto, sus caminos son insondables y está en todas partes, es cuestión de ser virtuosos para percibir sus sutiles señales).
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