Las desgracias poseen un claro signo negativo. No sólo por las consecuencias y daños que provocan, sino también por el hecho de irrumpir sin aviso en el discurrir de nuestras vidas. Se produce una sinergia que multiplica sus efectos Lo mismo ocurre con las sorpresas, que también interrumpen, aunque con consecuencias más agradables, y por el mero hecho de ser inesperadas, son más agradables aún (pero mantienen un ligero poso de perturbación). Pero es más fácil integrar la sorpresa que la desgracia en el curso habitual, son menos ruptura, menos quiebre. De ahí que la desgracia tenga un potencial mucho mayor a la hora de presentarla como un punto de inflexión, como uno de esos raros lugares en los que nos abrimos a otra, llamémosle, dimensión.
Por la desgracia penetra en nuestra seguridad la incertidumbre, ese mundo informe de lo indecidible y de lo que no es, de lo rebelde y externo a todo dominio. ¿Cómo atreverse a contemplar las desgracias como atalayas? ¿Cómo perseverar, aún en la desgracia? ¿No haría falta un buen contrapeso para asomarnos a ese abismo y no caer en él? ¿O se trata más bien de caer, de ser arrastrados? ¿Pero, entonces, cómo hacer que hable y, mal que bien, sacarle algún provecho?
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