Según se ha creído en centroeuropa durante siglos, las seis últimas noches del año y las seis primeras son uno de esos periodos en los que el velo que separa el mundo de los vivos y el de los muertos (y no solo de ellos, sino de los espíritus en general) se atenúa y se pueden establecer contactos con más facilidad. Puede que tenga que ver con el frío o con la oscuridad (aún se esta en los días más cortos del año, y aunque ya ha pasado el solsticio, el aumento de tiempo de luz es despreciable, apenas de uno o dos minutos), pero es cierto que hay una densidad distinta. Puede que por ello estos días estén trufados de fiestas importantes (San Esteban, Año Nuevo, la Epifanía), en los que tendemos a agruparnos, hay entidades que reparten regalos y a las que en cierta medida hay que contentar (en Laponia creen en unos espíritus malignos con barbas blancas que asesinan a la gente y entran en casa por la chimenea...), en los que hay otra intensidad vital, en definitiva. Quizá sea una pervivencia, o la simple evolución de algo más telúrico y profundo que con el tiempo va mutando.
En cualquier caso, es sospechosa la cantidad de épocas en las que se abren las puertas de los otros mundos: noche de Walpurgis (30 de abril), noche de San Juan (23 de junio), noche de difuntos (1 de noviembre), ahora estas noches rigurosas... A lo mejor es que están más abiertas de lo que queremos creer. O que no hay nada de eso y nos buscamos excusas para asustarnos y hacer fiestas.
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