Ya lo anticipó Nietzsche con su diagnóstico del nihilismo y la muerte de Dios. Pero fue unas décadas después (concretamente en torno a y a patir de los años 30 del siglo XX) cuando se extendió la idea de la pérdida, de que se ha perdido el contacto con una parte importante de la realidad, que el ser humano se ha desgajado (escindido tal vez sea más correcto) del mundo. Al menos de un mundo muy concreto en el que había estado enraizado durante milenios. Heidegger y su mención a la época del dominio técnico del mundo, Benjamin y sus reflexiones en torno a la ruina y a la obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica, Jünger y su figura del trabajador... Todos apuntan a que se abría un nuevo mundo, en apariencia más siniestro (al menos así parece si se les lee, pero tal vez sea porque ellos aún tienen un pie en el viejo mundo), que surgía en medio de enormes convulsiones (las dos guerras mundiales, con todo su cortejo de ideologías y desmoronamientos), pero en cualquier caso marcado por la pérdida y la orfandad. Se había perdido un mundo, una relación con él y por tanto con los demás seres humanos con quien lo compartíamos. El sustituto es todo un entramado de relaciones de orden técnico, en el que todo está orientado por un para qué y cumpliendo una función. Se pretende el dominio total de la realidad desde ese punto de vista. Se perdió, en definitiva, el misterio. Un misterio que no era algo accesorio, sino que era el núcleo mismo desde el que irradiaba la vida y al que esta se debía.
Apuntan todos estos autores a la técnica, pero no queda claro si se trata de la causa o el efecto de la pérdida, de si nos hemos abalanzado en sus brazos buscando cubrir ese hueco, o si el hueco surgió por ella. A estas alturas, quizá poco importe, y tampoco cabe pensar en un retorno como si se hubiera reencontrado lo perdido. Porque lo perdido, perdido está.
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