Al despertar, parecía que la tormenta había amainado. Se incorporó en la cama. Un agudo pinchazo de dolor atravesó su cabeza, de atrás hacia adelante, como si le estuvieran clavando un estilete. No, no había amainado, pero se obligó a levantarse. Lo logró. Sin saber cómo, embutió los pies en las zapatillas y se deslizó hasta la mesa de trabajo. Tenía que escribir más, plasmar algo en las hojas en blanco que estaban apiladas en el lado izquierdo. De ello dependía su futuro. Todo el mundo era dolor. Dolor en la cabeza. Y, ahora que había encendido la tenue lámpara de gas, también dolor en los ojos. Pero tenía que escribir. Y lo hizo en breves tandas, al compás de las oleadas que amenazaban con hacerle estallar el cerebro y los ojos. Hasta que no pudo más. La señal la daba siempre el vómito. Inclinado sobre la bacinilla, evacuó toda la bilis de su estómago. Regresó a la cama. Le hubiera gustado responder a algunas cartas. Al día siguiente tal vez lo haría, si la tormenta amainaba.
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