jueves, 9 de abril de 2009

Morriña granadina


Hace casi un año pasé unos días en Granada. Turismo de congresos, de ese de ir, firmar y largarte a visitar la ciudad. Tan sólo aisistí a la conferencia inaugural, a cargo de Luis Sáez Rueda (todo un descubrimiento y una gozada de conferencia) y a un par de comunicaciones que daban algunos compañeros de la UIB. Y a mi comunicación, por supuesto, que fue de las últimas del congreso (por lo cual estaba yo en un deplorable estado mental debido a las poquísimas horas de sueño acumuladas en varios días y a las resacas encadenadas, con una cefalea que me impedía levantar la vista de la mesa).

Pero no es del congreso de lo que quería hablar, sino de la ciudad y su influjo. Porque a pesar de que sólo estuve cuatro días, en las últimas jornadas acuden a mi muchos recuerdos granadinos, y con una intensa nostalgia, cosa que no me había ocurrido nunca antes con ningún otro lugar que haya visitado. Padezco morriña granadina: las callejas y cuestas del Albaicín y el Sacromonte (que me harté de subir y bajar), la Plaza Nueva, el Paseo de los Tristes, el Darro, tapas y cañas, Lorca... En especial acude a mi memoria una puesta de sol (he hablado ya de muchas puestas de sol en este blog, sin duda soy un hombre crepuscular), tópica y típica, pero hermosa como pocas, la que se puede contemplar desde el mirador de San Nicolás, con la Alhambra en frente y Sierra Nevada de fondo. El complejo palaciego adquiriendo su sentido por completo (porque Alhambra significa La Roja en árabe) cuando el sol poniente la baña con su luz. Fue un momento de plenitud estética en estado puro, de esos que hacen que por un momento se crea que hay algún sentido, que no es posible que tanta belleza esté ahí para nada.

Al día siguiente visité la Alhambra por dentro, y debo confesar que sentí cierta decepción. Tanto había oído hablar de lo bonita que era, que iba con, tal vez, demasiadas expectativas. Y yo, que soy amante de la línea sencilla y huyo de barroquismos, me vi sobrepasado por tanto retorcimiento de formas y profusión decorativa. La sensación que me quedó es que es mucho más bonita por fuera que por dentro. Pero aquellas salas, los techos recargados, las fuentes (en ningún momento se deja de sentir el rumor del agua corriente, lo cual, sumado al aroma de las flores, le otorga al lugar un aura relajante muy especial), los jardines..., inocularon su embrujo en mi. Y ahora es cuando lo siento crecer.

Es curioso, pero todo aquello, que cuando estaba delante, me dejó más bien frío (¿quizás por el cansancio que acumulaba?), ahora me aguijonea cada vez que lo recuerdo. Me he emocionado más viendo las fotos que cuando estaba allí. El primer pensamiento es que habría de volver. Pero no. Como dice la canción: "al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver".

2 comentarios:

Napoleón Lasagabaster dijo...

Me ha hecho sentir nostalgia de mi propia ciudad.

El Pez Martillo dijo...

Es que no solemos ver nuestras ciudades del mismo modo que los demás las ven. A veces lamirada externa nos descubre cosas.