Hay quien se ufana de haber cambiado, de haberse equivocado y haber encontrado una senda. En resumen, de estar redimidos. El creer que han estado en el error les da fuerzas, se sienten fuertes y en cierto modo superiores. Ahí hay peligro.
Cuando algo cambia, no basta con subrayar y celebrar (o condenar) el cambio. Siempre hay algo que no cambia, o que lo hace a un ritmo diferente, y es ahí donde debemos centrar nuestra atención. Que al final no resulte que el cambio nos oculte lo que permanece. Y que lo que permanece sea lo que empuja al que cambia, con lo cual, en realidad, el cambio no sería tal, o lo sería en muy escasa medida.
2 comentarios:
Tema, además de interesante, del que podemos ver casos concretos en nuestro país. Es decir, de cómo determinados cambios personales se reducen a cierta simbología superficial, mientras que se mantiene una continuidad a un nivel más fundamental. Un comunista que se convierte en ultraliberal, o un franquista que se transforma en progre, pueden mantener bajo ese cambio aparentemente drástico un inconmovible espíritu antagónico, un sectarismo a pruebas de bombas, y un pathos de superioridad moral que sale a flote en cada pretendido cambio de dirección.
También es discutible la pretensión de algunos de estos redimidos de determinar que algo (un sistema de pensamiento, una religión, una ideología, etc.) no vale nada porque ellos ya lo han experimentado, y como son unos linces, ya han sacado de allí 'lo único' que se podía extraer, con lo cual dictaminan, muy ufanos, que los demás no deberían perder el tiempo en tales ocupaciones. Un ejemplo: esos conversos que abandonaron el comunismo más sectario y que ahora dicen que todo Marx es una bazofia que no tiene valor alguno. O los que dejan de ser cristianos, gritando que nada en la Biblia merece la pena.
Psicológicamente son muy interesantes estos casos de "cambios radicales". Si no se han hecho ya, alguien tendría que hacer un estudio.
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