Como buenos nuevos ricos que éramos, en los últimos años se habían puesto de moda refinamientos vacíos que nos entretenían mucho y nos daban cierto aire chic. Me refiero a la popularización de la alta cocina y la cultura del vino. De un tiempo a esta parte, en muchos sitios puedes encontrarte con menús minimalistas (no en el precio) que no llenan el estómago, pero que dan para conversar y recomendar a las amistades ("pues el otro día estuve en un sitio muy cool...") y engordar un poco el ego y la reputación, que era lo que de verdad nos ha tenido ocupados y nos ha hecho creer que en realidad no teníamos el estómago tan hueco como cuando éramos pobres.
Lo del vino también va en la misma línea. De pronto a todo el mundo le dió por hacer cursos de cata, surgieron tiendas de vinos por todas partes, y en la que menos te lo esperabas tenías a alguien hablando de las excelencias de cualquier caldo con ese lenguaje tan peculiar que usan (los aromas afrutados y todo eso).
En ese sentido yo no soy nada refinado. Donde esté un entrecotte a la pimienta semicrudo, que se quiten todas las sofisticaciones del mundo. Reconozco que no soy nada sibarita en la mesa, que me gusta lo cárnico y grasiento, y que a todo le pongo mayonesa. Y con el vino, me declaro incapaz de distinguir un Don Simón de un vino que cueste cientos de euros la botella (no es un decir, lo he intentado y soy incapaz). Al fin y al cabo, siempre acabo pidiendo naranjada para mezclarlo. Una vez lo hice en un sitio más o menos caro, donde se supone que el vino es bueno, y mientras algunos cataban el caldo, yo le añadía la naranjada, para escándalo de los acompañantes y camareros. Fue divertido. Y acabé logrando que probaran el vino con naranjada, que para los paladares burros como el mío, es néctar divino (y acabaron reconociendo, no sé si para contentarme, que o estaba mal).
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