Las ruinas tienen un encanto especial. Si se trata de un pueblo entero, la atmósfera se densifica, coagula en torno a las paredes medio caídas. Y si además el sitio ha sido escenario de hechos luctuosos, se vuelve opresiva. Algo así sucede en la localidad francesa de Oradour-sur-Glane. En ella, el 10 de junio de 1944, mientras en el norte del país las tropas aliadas empezaban a liberar la región de Normandía, el ejército nazi mató a casi toda la población (642 personas, 200 de ellas niños) y luego la incendió. Por un error, la división SS Das Reich de las Waffen-SS, creyó que en el pueblo se escondían armas de la Resistencia. El error consistió en que se equivocaron de pueblo. El que sí guardaba relación con la Resistencia era Oradour-sur-Vayres, a unos 30 kilómetros.
Al terminar la guerra, DeGaulle ordenó expresamente que Oradour no se reconstruyera, que se quedara como estaba. Y allí sigue. Los edificios en ruinas, los coches oxidados, tal y como quedó en aquella jornada, recordándonos que una vez la guerra pasó por allí. Sólo algunas placas, un memorial y un museo alteran el panorama, subrayando la barbarie que ocurrió, con la voluntad de que nadie la olvide (y, quién sabe, sirviendo de inspiración para masacres futuras).
Al terminar la guerra, DeGaulle ordenó expresamente que Oradour no se reconstruyera, que se quedara como estaba. Y allí sigue. Los edificios en ruinas, los coches oxidados, tal y como quedó en aquella jornada, recordándonos que una vez la guerra pasó por allí. Sólo algunas placas, un memorial y un museo alteran el panorama, subrayando la barbarie que ocurrió, con la voluntad de que nadie la olvide (y, quién sabe, sirviendo de inspiración para masacres futuras).
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