sábado, 15 de diciembre de 2007
Noche hospitalaria
Un hospital de noche puede llegar a ser de lo más lóbrego. Largos pasillos sumidos en la semioscuridad. Salas de espera, despachos y quirófanos, de día tan llenos de actividad, por la noche están vacíos y aprecen extraños. Es difícil encontrarse con alguien a según que horas, y cualquier cruce con otra persona adquiere una tonalidad irreal. Si por la mañana nadie repararía en la presencia propia, ahora es inevitable mirar a los ojos, no sin cierto temor, sobretodo si el sujeto en cuestión no va con un uniforme reconocible.
Las pisadas se ven acompañadas por su eco, que resuena en todas partes. Los sonidos llegan hasta zonas insospechadas, pudiendo llegarse a oír las risas de un grupo de enfermeras que, a la vuelta de dos esquinas del pasillo, apuran uno de los múltiples cafés que han de tomar para mantener el tipo toda la velada. Algunos médicos circulan, con cara de zombi, para ir a atender a algún enfermo que haya empeorado o que haya sufrido alguna incidencia.
Y, aunque no se crea, no se puede evitar pensar en todas esas historias que se cuentan sobre los hospitles, de apariciones y sucesos extraños. Porque la noche es traidora, y las certezas que a la luz del sol nos parecen inconmovibles, ahora, con unos pocos fluorescentes en marcha y el ominoso silencio, se tambalean de forma peligrosa. Chorradas, eso es lo que uno piensa. Pero al mismo tiempo se acelera el paso para llegar al destino lo más rápido posible. Por si acaso. No vaya a ser que sea verdad lo que aquella vez me contó una compañera... Tal vez por eso la gente se lo piense un poco antes de darse una vuelta por el hospital de noche.
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