Calor. Calor que funde los sesos, que licúa las ideas, que evapora cualquier posibilidad de concentración. Con el calor como trasfondo, la vida se convierte en un puro vegetar, un mero estar ahí sin más, improductivo y con la única meta de llegar a épocas mejores en las que poder hacer algo de sí misma en mente.
No hay mucho que hacer cuando hace calor. Por eso le gusta el verano a una gran parte de la gente, porque pueden abandonarse a la vida pobre, hipoactiva y anémica del que no tiene nada que hacer: tumbarse en las playas, o gastar el tiempo ante bebidas refrescantes. El impulso hacia el mínimo esfuerzo se ve satisfecho en la canícula. Cualquier cosa cuesta el doble de fuerza de voluntad y de energías. Y como no andamos muy sobrados de eso, pues vacamos a una nada nada interesante.
A veces estos páramos veraniegos se enmascaran en cierta hiperactividad. La vida social se multiplica, se sale, se alterna. Pero no es más que el autoengaño de los que no quieren ver el vacío del verano, que se niegan a experimentarlo, que no van a sacar nada de ello, algo que cuesta mucho más que cualquier otra cosa.
En verano, la vida es más pesada, o se adquiere otra perspectiva de la carga vital, más onerosa y presente que nunca. Por eso todo se aligera: el trabajo, las relaciones, el ambiente... Pero la carga sigue ahí, no conviene olvidarlo, no sea que nos arrastre y nos ahogue.
1 comentario:
Y nos haga vivir en un verano eterno ....
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