Siguiendo con la muerte, resulta en buena medida paradójico que los antiguos, que la tenían más presente (las tasas de mortalidad eran mucho más altas, aunque al final todos morían, como haremos nosotros), tuvieran la necesidad de recordarse que su destino era la muerte gracias al lema memento mori (recuerda que morirás). En cambio nosotros, los modernos, que la tenemos desterrada en asépticos hospitales y tanatorios, en guerras y hambrunas lejanas, que necesitamos más que nunca tener presente el hecho de nuestro fin (y sea lo que sea que haya después), lo obviamos. Y uno tiene la intuición de que ese recuerdo de la muerte, de la desaparición, le da a la vida un sabor distinto. Un sabor, quizá, que sea el que andamos buscando de forma compulsiva con tanta búsqueda de emociones fuertes.
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