Uno pretende racionalizar sus miedos, convencerse de que en gran medida son absurdos, de que no hay motivos de peso para temer lo que uno teme. Pero el miedo persiste, ajeno a todos los antídotos mentales que uno quiera buscarle. En su irracionalidad, juega en una liga distinta, de nada vale darle vueltas. Al final, lo que mejor funciona, es afrontarlo, caer en aquello que nos causa pavor o, en el caso de miedos más profundos y primigenios, convivir con él, hacerlo un compañero.
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