A lo largo de mi experiencia profesional (de ya más de una década: cómo pasa el tiempo), en algunas ocasiones me he encontrado con algunos casos en los que no se sabe lo que el paciente padece. No se sabe lo que le pasa. Los esfuerzos del equipo se centran en intentar solucionar los signos y síntomas que van surgiendo (por ejemplo, bajar una fiebre, cortar una hemorragia...), pero desconociendo totalmente el porqué se dan. Se le hacen todo tipo de pruebas diagnósticas, y todo es normal o no se dan resultados concluyentes. Es entonces cuando se puede observar la zozobra en el equipo (sobre todo en el lado médico, que es el encargado de diagnosticar patologías y proponer tratamientos), que no sabe lo que tiene entre manos.
Ciertamente, se diría que sin saber qué ocurre no es posible afinar en las técnicas y fármacos que hay que desplegar. Tampoco es posible, ante el total desconocimiento de las causas profundas de la situación, prever la evolución y ponerle freno al desarrollo o anticiparse a los acontecimientos. Todo eso va en el lote. Pero va también otra cosa, más nuclear, y es la incomodidad que nos provocan las situaciones que no sabemos a qué atenernos. Como humanos, ansiamos tenerlo todo controlado, con su nombre, clasificado y en su lugar. En grandes rasgos, esa es la labor infinita de la cultura humana, que ha desarrollado toda una plétora de variantes con tal de asegurar cierto aseguramiento.
La ciencia es un sofisticado medio de establecer certezas seguras, de aproximarse a lo circundante y coagularlo en leyes más o menos inmutables. Por eso a una mentalidad científica, como es la de los médicos de hoy en día, en la que todo es un mecanismo entrelazado de causas y efectos, el no saber qué tienen delante es un golpe duro. Los ves preocupados, sumergiéndose en bibliografía, interrogando a todo el mundo (familiares y otros profesionales), medio desencajados ante la certidumbre de que hay algo que se les escapa y no saben qué es ni por dónde han de buscarlo. Impotentes en grado sumo. No están entrenados para ello, como en general no lo estamos nadie (de cada vez menos, en este mundo que nos hemos construido donde todo es cada vez más calculable).
Al final, si no se alcanza solución, quedan como una anécdota, o como la señal de que hubo algún dato que se escapó o que no se supo apresar. O se desdeña o se vuelve la mirada hacia adentro del sistema, hacia las carencias que seguro que tuvo que haber. En lugar de enfocar hacia la parte exterior de esa zona límite que constituyen estos casos, en los que se entra en contacto con el no-saber, con la incertidumbre y la falta de asidero. Con la que es, en definitiva, nuestra situación más pura, aquella en la que estamos, por más que todo el andamiaje de seguridades con que nos hemos dotado nos impidan verla. Por eso, aunque escasos, estas situaciones pueden llegar a ser muy valiosas. Pero no desde el punto de vista médico (para el cual son únicamente un estímulo para seguir investigando y aclarar algo las cosas).
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