Ya hemos empezado con el circo electoral (de manera oficial, claro). Los domadores, encantadores de serpientes, prestidigitadores, payasos..., ya están sobre la pista, mostrando sus artes. Y el público acude expectante, presto a aplaudir.
Sorprende lo rápido que han aparecido los carteles por doquier. Uno se imagina que miles de personas los han puesto en una única noche. Te acuestas un día tan tranquilo, y al día siguiente te levantas con los rostros fúnebres de los candidatos colgados de las farolas o pegados por las paredes, poniendo jeta a los estúpidos lemas con los que pretenden enganchar al electorado (y que, en el peor de los casos, es algo que consiguen).
Fúnebres. Porque uno tiene la sensación de que lo que esta vez se pone en juego (es un decir, porque no parece que haya mucho juego, las cosas están claras) es el enterrador que nos sepultará, el sacerdote que celebrará nuestras exequias. Puede que a efectos de ir al cielo o al infierno, tenga alguna consecuencia, pero llegados a ese punto, el muerto ya está muerto y no hay mucho que hacer. Porque son las acciones en vida las que nos granjean el destino después
de muertos, no el que interceda por nosotros una vez hemos dejado de
vivir. Y creo que los españoles nos hemos ganado a pulso el infierno.
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