lunes, 23 de julio de 2007

Entre el ganado


A sus 75 años, rabbí Moshe es un hombre robusto y con buena salud. Pero los años no pasan en balde, y en el tren atestado de gente hace un rato que se siente mareado. No hay asientos, y la ventilación, reducida a unas pequeñas rendijas en la parte superior del vagón no es suficiente para aliviar a la multitud que lo abarrota. Por supuesto, tampoco puede atenuar el olor a orín que lo impregna todo. No sabe cuánto puede durar el viaje, noi a dónde les llevan, pero no alberga buenas esperanzas. Con él hay mujeres, niños, ancianos. Van en silencio, y sin luz, cuesta identificar los rostros. A pesar de ello, puede reconocer el miedo y la incertidumbre. Hay un niño que llora, y otro que pregunta."¿A dónde nos llevan?". Nadie le responde. Porque nadie lo sabe.

Rabbí Moshe se siente desnudo, ha perdido su sombrero en el tumulto de la estación, en medio de los empujones de la gente y de los soldados, que les han obligado a subir a los vagones de madera. Le es difícil calcular cuántos son, pero el tren es muy largo, así que supone que, si todos los vagones van igual de atestados, van en todo el tren algunos miles.

Lo único en lo que puede pensar es en su apresamiento. La escena se repite en su cabeza sin parar. Llevaba meses escondido en los sótanos de un edificio propiedad de un amigo suyo, de origen ario. Cada día, con la oscuridad de la noche, le traían algo de comida y le daban un poco de conversación. El resto del día se mantenía oculto en un pequeño rincón semioculto que no ersa mucho más que un zulo. Allí dormitaba y meditaba de forma alterna, puesto que no tenía nada más que hacer. Por las noches salía de su escondrijo y caminaba un poco por el húmedo sótano. Temía que alguien le viera por los ventanucos que había junto al techo, y que daban a la calle, y por eso aprovechaba la oscuridad para desentumecer sus miembros. A pesar de lo penoso de la situación, estaba contento porque su cuerpo respondía bien a pesar de sus años, cuando él siempre se había tenido por un hombre mucho más enclenque de lo que en realidad era.

Un día cometió la temeridad de salir antes del ocaso, para aprovechar los últimos rayos de luz que se colaban por las ventanillas. Dio unas cuantas vueltas por el sótano, y se acercó a una ventana que daba a un cllejón lateral y poco transitado para sentir un poco de aire limpio. Lo pagó. Porque justo en ese momento un niño había entrado en busca de su pelota. Tendría unos siete años, y en su juego la pelota se le había escapado y se había metido en el callejón. Cuando se agachó para recogerla, cruzó su mirada con rabbí Moshe. Y a pesar de su corta edad, reconoció lo que vio. Los ropajes negros, el sombrero típico, la larga y poblada barba, los tirabuzones...

-¡Jude!

El niño salió corriendo y gritando. Y en unos instantes los soldados estaban aporreando la puerta, obligando a su amigo a decirles dónde escondía al judío. Los apresaron a todos, a él y a su amigo por ocultarlo. En la calle empezaron los empujones, y no sabe cuándo van a terminar, pero teme que sólo acaben con su muerte. Y en ese momento sabe que verá la cara de odio que le dedicó el niño cuando pasó por su lado escoltado por los soldados. Y la sonrisa que éstos le dedicaron, orgullosos de la juventud alemana.

1 comentario:

Johannes A. von Horrach dijo...

Qué hijoputas que son los niños. Ese mito de la inocencia infantil hay que desterrarlo. Como al que considera a las mujeres el 'sexo débil' o el mito del 'buen salvaje' (hoy tema del Nickjournal).