Necesitamos el desasosiego. Si no nos viene de fuera, lo buscamos. Cuando la vida es o ha sido más difícil (y no somos conscientes, a pesar de todo, de lo bien que estamos respecto a otras épocas), el arte ha sido el refugio. Como escribió Nietzsche, se tenía al arte para no perecer a causa del mundo, era el lugar de la belleza. Durante siglos, el arte embellecía. Como es obvio, hubo excepciones, pero no fueron valoradas hasta muy recientemente, en que la fealdad empezó a ser de interés y se ha buscado algo en ella. Y hoy, que vivimos en una comodidad que a veces resulta obscena, nos hemos de buscar el drama y estamos todo el día a la greña en pos de desgracias (ajenas, la mayoría) y violencias (muy estéticas y alejadas, por otra parte). Muchísimas expresiones culturales (en todos los niveles, desde lo más popular, a lo más elevado), o al menos las más presentes son agresivas, desagradables, conflictivas, buscan epatar . Los debates son a cara de perro. Pero es mero postureo, son ganas de tener un cierto conflicto y una epiquilla. A la hora de la verdad, nadie se atreve a hacer efectiva toda esa violencia de la que nos pavoneamos (de momento, pero en cuanto alguien rebase la línea, ya no habrá vuelta atrás y nos despeñaremos en una espiral). Es una fealdad esteticista, una careta. Porque en el fondo, necesitamos sentir la desgracia y el abismo que en realidad siempre está ahí, a pesar de que nos hayamos montado un tinglado que lo amortigua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario