Tal vez no les suene el nombre de Gino Bartali. A los que nos gusta el ciclismo sí. Ganador de dos Tours (1938 y 1948) y tres Giros (1936, 1937 y 1946), nueve veces campeón de la montaña entre ambas vueltas, así como vencedor en muchas etapas (sólo en el Tour de 1948 ganó siete) y clásicas. Además, fue pionero en el uso del cambio de marchas, algo sin lo que hoy en día el ciclismo es impensable (al menos el de ruta, ya que el de pista es otro cantar). Sin duda, es uno de los históricos del deporte del pedal, de esa época en la que los ciclistas se paraban en mitad de la etapa a tomarse un vinito o darse un chapuzón y se fumaban un pitillo al terminar la etapa.
Sin embargo, lo traigo aquí por una historia más heroica aún que sus gestas deportivas. Desarrollando su carrera en los años 30 y 40, su vida, como la de todos en aquella época, tuvo un marcado tinte político. Mussolini se lo apropió como referente del ideal atlético al que todo italiano debía aspirar. Al ser un icono fascista contó con la animadversión de parte del público, que se decantaba por animar a su gran rival italiano Fausto Coppi, otro de los históricos del ciclismo, que se situaba en las antípodas políticas y religiosas de lo que el régimen le endosó a Bartali (que no estaba especialmente interesado en esas cuestiones). Y en esas llegó la II Guerra Mundial, obligando a parar las competiciones, que se reanudaron una vez terminada. Durante la contienda, Bartali no dejó de entrenar, y se le solía ver por las carreteras de la Toscana a cualquier hora del día. Pero lo que podía pasar por el entrenamiento de un campeón para no perder la forma durante la guerra a la espera de que se reanudaran las competiciones, era otra cosa. Porque en realidad se encargaba de transportar pasaportes falsos en el cuadro de su bicicleta y bajo el sillín. Pasaportes de judíos que estaban escondidos del destino que les aguardaba en los campos de concentración. Católico profundo (aunque no era sacerdote, estaba muy vinculado a los carmelitas), ayudaba de esta manera a la labor del agunos obispos y monasterios que ocultaban judíos en sus aposentos y les ayudaban a huir. Incluso ocultó a una familia en una propiedad suya. 800 personas (la mayoría niños) se salvaron gracias a Bartali, que se jugó su carrera (y la vida) por las carreteras toscanas, enfrentándose incluso con cualquiera que intentara frenarlo (con la excusa de que estaba entrenando y que la bicicleta era especial y estaba especialmente calibrada para él, no dejaba que nadie, ni admiradores ni soldados, le pararan en sus carreras).
Si de por sí ya es una historia sorprendente, la sorpresa crece al saber que de esto no se supo nada mientras él vivía (o al menos él nunca lo contó, aunque sí había cierto runrún que él nunca quiso confirmar). Hizo lo que consideró que era lo correcto y no se vanaglorió de ello. Ningún reconocimiento tuvo en vida, y sólo después de haber muerto en 2000 se supo esta historia (pero no fue su familia quien la aireó, sino los hijos de otro ayudante de la red que ayudó a todas esas gentes). Finalmente, en 2013, el Yad Vashem (la institución que honra a las víctimas del Holocausto) le nombró "Justo entre las naciones".