sábado, 30 de agosto de 2014

El muerto en el entierro

Una pequeña anécdota acaecida ayer muy sintomática de cuál es la situación:

Final de etapa de la vuelta a España. Llega el corredor escapado a meta, y detrás de él va un coche de la organización. En él, va el alcalde la localidad. Hasta aquí, todo más o menos normal y aceptable. Lo llamativo es que durante los últimos centenares de metros de la etapa, en el punto en que más público se acumula, el alcalde, de pie en el coche, espoleaba a los asistentes para que animaran. Y el paso por meta del ciclista lo celebró como si hubiera sido él el ganador. 

Entiendo que los consistorios hacen sus esfuerzos por que las carreras ciclistas pasen por sus pueblos y ciudades. Y que ser final de etapa no es fácil y hay que competir con otros candidatos. Entiendo también que es una promoción para el lugar. Pero me cuesta entender ese afán por ser el centro de atención, el salir en la foto, tan propio de nuestras autoridades. Y ese paternalismo de estar empujando al público a aplaudir y animar, como si quisiera demostrar que la gente de su pueblo (su gente, uno no puede evitar pensar en que de algún modo así lo creen) es la que mejor anima y que de no ser así, el que queda mal es él. 

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