lunes, 3 de junio de 2013

Regateando

Escena de sábado noche en un restaurante muy cerca de la zona de marcha de Palma. Por allí pasaban numerosos vendedores ambulantes, de esos que se patean la calle cargados con sus gafas de sol, relojes, flores y demás abalorios con la intención de sacarse algún dinero. Se acercaban a las mesas ofreciendo sus objetos, unos con más insistencia y otros con más discreción. En la mesa de al lado, dos parejas con una niña. A cada vendedor que se les acercaba, aquello se convertía en un espectáculo vergonzoso: aprovechando la disposición de aquellas gentes al regateo y las barreras idiomáticas (ya que todos eran subsaharianos o asiáticos), les daban conversación e intentaban sacarles un precio ridículo e insultante, para al final no comprarle nada. Sólo se trataba de echarse unas risas a costa de la debilidad de los demás. Y vaya si se las echaban. Se les veía ufanos, creyéndose superiores y humillando a aquellas pobres gentes que aguantaban lo más estoicamente que podían sus chanzas y sus risotadas. 

Y es que, acostumbrados a pagar el precio que nos ponen sin discutir no nos damos cuenta de que el regateo es una ceremonia social, una negociación en la que al final las dos partes intentan llegar a un acuerdo y sellar un pacto. Es un trato personalizado entre el vendedor y el comprador, que quién sabe si será la semilla para futuras transacciones. Así lo entienden en muchos lugares, y es casi una ofensa no intentar regatear. En cambio, aquí, dado que los que se prestan al regateo son inmigrantes y se les ve como más necesitados, mucha gente ve el querer regatear como desesperación por parte del vendedor por vender y ganar algo, aunque sea una miseria. Y claro, ahí viene la actitud burlona del que se ve por encima e intenta aprovecharse, aunque no sea más que otro pobre desgraciado que obtiene así un pequeño bálsamo a su inferioridad. 

Al final, lo que nos va es sentirnos superiores. Pero hay superioridades que nos envilecen y nos arrastran. 

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