Aunque reconozco que el inicio del otoño es mi época favorita del año, por lo que tiene de crepuscular y melancólico, no es menos cierto que a menudo, en mi caso, viene acompañado de cambios orgánicos. Desajustes que rompen el precario equilibrio sobre el que, mal que bien, voy avanzando. Mis ansiedades se acentúan y buscan excusas para alimentarse y manifestarse. Un mareo, un insomnio, y ya estamos metidos en círculos viciosos de los que cuesta algunos meses salir.
La cosa empezó cuando tenía 14 años, y desde entonces ya han sido varias oleadas. No vienen con una periodicidad exacta, pero no pasan más de 5-6 años sin que pase unos meses de angustias que se manifiestan en lo orgánico, sin que en apariencia haya una causa clara. Te acabas acostumbrando, y sabes que tarde o temprano pasará algo que te desequilibrará. Lo relativizas, porque sabes que se trata de una cara nueva de lo mismo, lo cual te sirve para tranquilizarte un poco, pero no lo suficiente.
Es como un volcán, que de tanto en tanto entra en erupción, aunque es difícil saber cuándo, y hasta que no es inminente, no se puede afirmar. Ni evitar. O al menos no he dado aún con la forma de evitarlo y aplacarlo de verdad. Sospecho que no faltarán en los años venideros oportunidades para el ensayo-error.