Una de las cosas negativas de internet es que las cosas permanecen. Cualquiera cuelga cualquier burrada y queda ahí por los siglos de los siglos, acumulándose con otras tonterías y distrayendo de cosas más valiosas.
En el caso del blog, que lleva ya varios años en marcha (con sus altibajos), ya hay mucha morralla acumulada. Cosas que ahora mismo ni comparto ni escribiría, pero que están bien ahí donde están, a modo de recordatorio, como fotografías viejas a las que acudir en días nostálgicos. Para recrearse en esa extrañeza del "cómo éramos y cómo hemos cambiado". Incluso para recordar todo lo ya muerto.
Pero a veces sucede que, como todo está ahí, en apariencia tan vigente (al menos las fotografías se van decolorando con el tiempo), hay quien cae en mis desvaríos y los comenta. Y yo agradezco los comentarios. Pero es que a veces no sé qué responder. Incluso he de releer lo que escribo, y ni recuerdo haberlo escrito. Por cortesía, respondo (aunque a veces me da mucha pereza), pero sin demasiado convencimiento.
Podría ir "privatizando" lo escrito, retirarlo del público y dejarlo para mí, como si lo hubiera escrito en un cuaderno. Pero traicionaría el espíritu con que fueron escritos: el de estar ahí, a la intemperie, para quien tenga a bien leerlos, aunque no digan gran cosa. Si hubiera querido quedármelos yo, no estarían ahí puestos (de hecho, hay cosas que escribo y esbozo en papel, y que tengo aquí guardado en un cajón). Que sigan ahí, siendo ya no muy míos, a modo de infinitesimal huella.
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