Toda la reciente polémica y debate en torno a los crucifijos en las escuelas hizo que saliera a flote un episodio que estaba hundido en las simas de mi memoria. Proviene de la primera mitad de los años 90, cuando yo cursaba el bachillerato (entonces se llamaba BUP) en un colegio de curas. Ellos eran los propietarios, pero la grandísima mayoría de profesores (salvo los de religión y latín) eran seglares. No recuerdo un excesivo ambiente religioso ni presiones de ninguna clase, salvo, claro está, tal vez una disciplina relativamente rígida (aunque razonable, ni era Esparta ni un "viva la Virgen").
El caso es que en el mismo curso llegaron dos profesores jóvenes, hippiosos y con nuevos métodos de enseñanza. Uno de ellos es uno de los tres grandes maestros que he tenido en la vida, con el que aprendí a no tomar las cosas tal y como me venían dadas, a rascar un poco en la superficie. Nos daba Historia, pero muy a su manera: en lugar de ir linealmente, daba saltos y explicaba aquello que nosotros le pedíamos que explicara, aumentando así el interés del alumnado, que colaboraba trayendo materiales a clase (le pedimos que nos explicara la historia del siglo XX, que ya estábamos un poco hartos del Imperio Romano y la Edad Media y de quedarnos en las puertas del XIX, que teníamos que dar siempre deprisa y corriendo). Todavía recuerdo sus clases, y sus exámenes, muy al estilo universitario, con apenas un par de preguntas y folios y folios de escritura.
El otro profesor era más radical. Más panfletario. De esos a los que se le ve la pose de revolucionarios a la legua. Daba clases de Lengua. Pero las aderezaba con sus proclamas. En una de esas, se le ocurrió que tal vez sería interesante que los alumnos nos concienciásemos con lo que estaba ocurriendo por el mundo, y nos llevó a ver un documental sobre la guerra de Yugoslavia (en aquel momento estaba en pleno apogeo). El reportaje era pavoroso, y quiso que, al terminar, hablásemos un poco sobre el asunto. Y nosotros nos quedamos callados, en esa pose de indolencia tan propia de los adolescentes, que parecen estar siempre cabreados con el mundo entero. Él se mosqueó:
-¿Qué pasa, que no os ha provocado nada lo que habéis visto?.
Silencio.
-¿No os ha removido nada?
Alguien, el más atrevido, dijo que no. A lo que el profesor, ya visiblemente enfadado, espetó:
-Pues a ver si esto os remueve algo.
Ni corto ni perezoso, se fue hacia la pizarra, descolgó el crucifijo que la presidía, y lo titró al suelo con todas sus fuerzas, haciéndolo añicos.
Algo debió provocar y remover, porque al día siguiente estaba despedido. Y fue la comidilla del colegio durante unos días, en los que todo el mundo comentaba, entre escandalizado y admirado lo que el tipo había hecho. Para unos era una heroicidad. Para otros, un sacrilegio. Yo sospecho que hacía tiempo que no estaba a gusto allí y se buscó un pretexto para que le echaran, un mero acto teatral.
Sea como fuere, y con todo el escándalo que provocó, no pasó de ser un tema de conversación pasajero, y seguro que ya muy pocos nos acordamos de aquello. Me temo que, de ocurrir ahora, el suceso saldría en periódicos, se sobredimensionaría, provocaría editoriales y llenaría foros y debates de comentaristas indignados con rasgadas vestiduras. También sería posible que a él lo hicieran presidente de alguna fundación atea o incluso se creara un organismo o un ministerio ad-hoc para él. Pero claro, eran otros tiempos, más tranquilos, más razonables, en los que los actos tenían las consecuencias debidas y provocaban los aspavientos justos.