Anoche, cerca de las diez, me encontraba yo de paseo relajado volviendo a casa (parada técnica antes de la salida nocturna) cuando pasé por el final de las Ramblas, justo debajo de las escaleras que van a dar a la Plaza Mayor de Palma. Allí eché un vistazo hacia la Rambla, para no perder la costumbre (es algo que siempre hago, buscar una perspectiva longitudinal de esa calle, una de las vistas urbanas que más me gustan de mi ciudad), y me sorprendí al verla iluminada y repleta de ramos de flores. ¿A estas horas aún hay actividad?, me dije. Pero claro, es que era la víspera del primero de noviembre, el día en que las floristerías hacen su agosto.
Harto de ver chiquillos y niñatos (para ser precisos: chiquillas y niñatas, porque, y esto alguien tendría que estudiarlo, parece que las féminas tienen más tendencia a esto del disfraz y del hacerse las brujas) disfrazados haciendo el gilipollas, convirtiendo sus vidas en una ficción hollywoodiana, decidí subir por la Rambla y meterme en el ambiente de la tradición. La decisión fue instantánea y casi aleatoria, pero tuvo sus recompensas. Casi todo el espacio para viandantes estaba ocupado por ramos y centros florales que hoy seguro que están decorando el cementerio. Había gente buscando algo hermoso que llevar a sus difuntos, y las floristeras se afanaban en matenerlo todo en orden. Más o menos a la mitad de la vía, en uno de los kioscos una joven se encargaba de colocar unas flores en un ramo, en cuclillas, dejando ver, como está de moda, la parte trasera de su tanga. Rojo, de encaje. Una preciosidad. Lo llamativo del asunto fue el contraste que ahí había: en medio de lo que, en principio, estaba destinado al homenaje y el recuerdo de los muertos, la puerta al goce y al homenaje de los vivos. Porque la vida no se puede entender sin el decorado de fondo de la muerte. Y, por supuesto, no hay muerte sin vida.
Metido en estos pensamientos, llegué al final de la Rambla, al cruce con la calle de los Olmos. Y como en esa calle vivieron mis abuelos, y yo pasé muy buenos momentos en la infancia, subí la cuesta y, al llegar a la vieja finca en la que mis antepasados tuvieron sus morada (y ya de paso, donde mi madre nació), ahora en plena reforma, me quedé allí un rato, mirando a ese balcón desde el que hace años que no me asomo, recordando. Porque más que ir a visitar sus restos, la mejor forma de homenajear a los muertos es recordar que vivieron, y para eso lo ideal es ir a los sitios en los que desgranaron buena parte de sus vidas.
Harto de ver chiquillos y niñatos (para ser precisos: chiquillas y niñatas, porque, y esto alguien tendría que estudiarlo, parece que las féminas tienen más tendencia a esto del disfraz y del hacerse las brujas) disfrazados haciendo el gilipollas, convirtiendo sus vidas en una ficción hollywoodiana, decidí subir por la Rambla y meterme en el ambiente de la tradición. La decisión fue instantánea y casi aleatoria, pero tuvo sus recompensas. Casi todo el espacio para viandantes estaba ocupado por ramos y centros florales que hoy seguro que están decorando el cementerio. Había gente buscando algo hermoso que llevar a sus difuntos, y las floristeras se afanaban en matenerlo todo en orden. Más o menos a la mitad de la vía, en uno de los kioscos una joven se encargaba de colocar unas flores en un ramo, en cuclillas, dejando ver, como está de moda, la parte trasera de su tanga. Rojo, de encaje. Una preciosidad. Lo llamativo del asunto fue el contraste que ahí había: en medio de lo que, en principio, estaba destinado al homenaje y el recuerdo de los muertos, la puerta al goce y al homenaje de los vivos. Porque la vida no se puede entender sin el decorado de fondo de la muerte. Y, por supuesto, no hay muerte sin vida.
Metido en estos pensamientos, llegué al final de la Rambla, al cruce con la calle de los Olmos. Y como en esa calle vivieron mis abuelos, y yo pasé muy buenos momentos en la infancia, subí la cuesta y, al llegar a la vieja finca en la que mis antepasados tuvieron sus morada (y ya de paso, donde mi madre nació), ahora en plena reforma, me quedé allí un rato, mirando a ese balcón desde el que hace años que no me asomo, recordando. Porque más que ir a visitar sus restos, la mejor forma de homenajear a los muertos es recordar que vivieron, y para eso lo ideal es ir a los sitios en los que desgranaron buena parte de sus vidas.
4 comentarios:
Buen momento el que describe, de puro contraste. Pero no tanto, que lo que está destinado a los vivos (el tanga y lo que éste esconde) no puede ser más creador de muerte. Piense que todo es pharmakon, las mujeres más que nadie.
Y hablando de muertos y de muerte, le dejo con 'The rip', un temazo del nuevo disco de Portishead que ha colgado Beroy en su blog. Una joya:
http://beroyblog.blogspot.com/2008/10/portishead.html
shalom
PD: lo de la implantación de Halloween en España es como para analizarlo. Vale que no creo que las tradiciones, por ser 'propias', merezcan ser veneradas, pero es que encima venerar otras que ni son tradición me parece ya la leche. Hay mucho gili suelto por el mundo, y entre ellos algún familiar e incluso amigo (espero que no me lean...).
Muy bonita entrada amigo Pez.
A mí también me encanta la rambla de palma y también suelo hacer ese giro de cabeza al subir las escaleras de la plaza mayor para contemplar la perspectiva.
Tiene razón con lo del gilipollismo del halloween (o como coño se escriba) en españa, en fin, nacer para ver.
Gracias a los dos por los comentarios favorables (otro día les pago lo pactado).
Horrach, interesante la tonada de Portishead. Y por cierto, échele un vistazo al artículo de Carlos Garrido en el Diario de Mallorca acerca de los cementerios y las costumbres funerarias, le sorprenderá una alusión a lo "ctónico" (sí, usando esa palabra).
Y sobre la implantación de Haloween en España, supongo que son cosas de la globalización. Al igual que la proliferación de norteamericanos en los sanfermines, o que la ensaimada más grande del mundo se haya hecho en Argentina. Lo que ocurre con eso es la banalización y una pérdida del sentido profundo de lo que significa cada fiesta o conmemoración para los pueblos que las ponen en práctica. Mi opinión es que, sin llegar a veneraciones estúpidas de "la tradición por la tradición", las tradiciones sólo pueden ser comprendidas y vividas en toda su magnitud en sus lugares originarios (o en los que llevan siglos con ellas). Por eso procuro no acercarme a fiestas ajenas.
No me enrollo más. Como decía el gran Luqui: abrazos para ellos y besitos para ellas.
Sí, ya he visto que la fiebre ctónica se extiende por todas partes, jajajaj.
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