Gritar. No importa lo que se diga. Las razones son lo de menos. En nuestras cruzadas (porque eso es lo que para muchos es la vida: una cruzada en la que hay que imponerse a los demás), acabamos renunciando a sutilezas para caer en el burdo dar voces. Porque es más fácil hacer aspavientos. Y porque mucha gente no entiende ya otra cosa. Y al final acabamos pareciéndonos demasiado a nuestros contrincantes, en un combate de voces vacías que lo único que quieren es que se las oiga más que a las demás.
Ya no vale taparse los oídos. También está dentro el vocerío. Ya incluso pensamos a voces, contra nosotros mismos. Sólo cabe esperar que el ruido sea tan grande que nos resquebraje, que nos rompa y nos desintegre. Y entonces llegará el silencio.
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