Es sabido que detesto el verano. También que mi modelo de belleza es el de la palidez enfermiza. Por eso me cuesta mucho comprender la fiebre que le entra al personal por ponerse moreno. Más allá de los tonos gamba que por unos días colorean a la gente (y que son una llamada a gritos para que, a modo de infantil pataleta, les dé palmaditas en la espalda), está la cuestión de que, al estar acostumbrado a verlos más pálidos, ahora que están más tostados, no pueda evitar pensar que van sucios. Porque el tono moreno de piel, esa infame media tinta, hace que parezcan que vienen de la mina. Y eso no causa muy buena impresión, al menos a los personajes raros como yo (por suerte pare ellos, somos pocos).
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