Madrugada del sábado. Regresando de una boda en el autocar que los novios dispusieron para los vagos que nos da pereza conducir más de diez kilómetros seguidos. Los pocos que allí íbamos, cabeceábamos. Yo sin dormir, pero relajándome. El conductor llevaba una de esas insufribles emisoras de radio que tanto abundan en el dial (¿cadena dial, kiss fm, onda melodía...?, es todo más o menos lo mismo) a un volumen considerable. A nadie parecía importarle. A mi tampoco, a esas horas y cargadito de alcohol y alegrías varias (por los novios, por algunos reencuentros felices), todo me resbalaba. De pronto, sonó una de las canciones que, vaya usted a saber porqué, más me toca la fibra sensible:
No debería contarlo, y sin embargo confesaré que dejé escapar una lágrima. Lo que no sé decir es si fue de felicidad o de tristeza. Le echaremos la culpa a la bebida.
No debería contarlo, y sin embargo confesaré que dejé escapar una lágrima. Lo que no sé decir es si fue de felicidad o de tristeza. Le echaremos la culpa a la bebida.
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