Ya deberíamos estar al tanto de que los tiempos cambian. Pero no en la forma simple y superficial de las modas, que sólo modifican algunos aspectos más o menos vacuos. No es tampoco evolución, la cual evoca cierta progresividad. Estamos en un momento de ruptura, de salto, como pocos se han dado en la historia de la humanidad (me atrevo a decir que sólo dos veces: revolución del neolítico e industrial). Viniendo de donde venimos, a día de hoy todavía vemos más lo que estamos perdiendo que lo que vamos a ganar. Y una de esas cosas que están desapareciendo es la intimidad. Con el surgimiento del sujeto moderno apareció en él un campo propio, personal e intrasferible que debería ser objeto de mimo y cultivo, puesto que es donde la vida propiamente dicha se desarrollaba. Se subrayó lo individual y surgieron las ideas de ciudadanía, derecho y la conciencia política, la intimidad y la privacidad. Ese hincapié ha durado un par de siglos y parece que se está diluyendo. En esta sociedad de la exposición, vamos dejando pistas de todos nuestros movimientos, a veces de forma voluntaria (cada vez más) y otras involuntariamente. Nos ofrecemos a las redes, a los gobiernos, a las corporaciones, nos vendemos por un puñado de likes, que paradójicamente nos minan buscando reforzar un ego cada vez más caquéctico. Lo de las redes es tan sólo un síntoma de algo más profundo y grave, de una tendencia a ir perdiendo la privacidad y la intimidad, de la dilución en la masa (que ya ni siquiera lo es, ha sido transformada en big data, estudiada y manejada por técnicos).
Ya no hay un yo, sólo va quedando el ego, esa bestia voraz que exige cada vez más, en una carrera por engordar y satisfacer una indigencia infinita.
Ya no hay un yo, sólo va quedando el ego, esa bestia voraz que exige cada vez más, en una carrera por engordar y satisfacer una indigencia infinita.