Uno de los derechos fundamentales de nuestras democracias es la libertad de expresión. A menudo se señala como una de las grandes diferencias respecto a los regímenes dictatoriales. En éstos hay censura: se vigila cualquier hecho público (presa, música, cine...) en busca de aquello que no le conviene al poder y se intenta eliminar. La figura del censor es omnipresente. En algunos casos, hay hasta delatores que acusan a cualquiera que se porte mal, estableciendo una red de sospechas que tiene a toda la sociedad atrapada.
Pero que no haya una censura dirigida desde el gobierno, no quiere decir que no haya asuntos sobre los que no se puede hablar o actitudes que es mejor evitar. La pauta la marca el grupo, que parece que de forma espontánea tiende a estas dinámicas de presión. En los últimos tiempos, las redes sociales ejercen esta función de enjambre, reaccionando de forma virulenta ante todo aquello que no gusta. El resultado, sea por lo que sea, es el de un ambiente opresivo en el que te sientes coaccionado a medir tus palabras y a usar determinado vocabulario y expresiones porque sabes que te puedes ganar una bronca. No hay un censor concreto, es algo difuso, no hay un agente concreto que la imparta, pero te sientes incómodo.
No he vivido la dictadura, pero recuerdo tiempos más libres, en los que el escándalo, cuando lo había, era menos virulento y no pasaba de la expresión de incomodidad frente a algo (que la libertad de expresión también lo ampara, claro está), sin esta pretensión de castigo y escarnio que se ve en los últimos tiempos. Alguien que sí vivió la dictadura, y que luchó contra ella, lo decía hace no mucho: que se sintió más libre entonces que ahora.
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