Ayer, en uno de mis paseos, asistí a una curiosa escena. Una pareja con cochecito y bebé, estaba parada en medio de una calle peatonal. Estaban colocando a la criatura y hablando. Yo pasé, sin prestar demasiada atención. Pero el que sí que prestó atención fue el sujeto que venía detrás de mí, que le espetó a ella un "déjate de complejos y verás como serás más feliz".
No pude evitar oírlo, y entonces el tipo en cuestión me adelantó. Había acelerado el paso, iba inflado, irradiaba seguridad. Era joven, con un estilo hipioso-modernillo. En esos momentos se creía el rey del mundo. Y no era en vano, ya que acababa de regalarle la clave del mundo a una viandante.
No me gustan los desconocidos que irrumpen en conversaciones ajenas. Y menos para dar consejos a frases sueltas cazadas al vuelo, sin conocer el contexto en que fueron dichas (¡¡ah, los contextos!!). Pero el soltó su perla, y sospecho que más que una ayuda, era un acto de autoafirmación. Un decirse, "¡Qué estupendo soy!".
Porque al final tengo la sospecha de que los sabios de verdad no van por ahí enseñando su sabiduría, que llegar a cualquier conocimiento exige un proceso, un camino que hay que recorrer y que forma parte de la sabiduría misma. No hay teletransporte. Así que ir dando consejos para la felicidad (nada menos), salvo que sean de carácter simple y práctico, resulta algo más bien gratuito e inútil. Inútil, claro está, para el hecho mismo de aconsejar, porque a aquel chico le vino muy bien para subir un poco de ego. Lo cual era una muestra de que en realidad, no sabía de lo que hablaba.