En unos pocos días, dos despistes (o con más precisión, dos hechos tontos, dos menudencias hechas sin conciencia, imprudencias, estupideces) han provocado dos desgracias que nos han tenido en vilo. Aunque se pueda sospechar de ello (del hecho y la necesidad de señalar un culpable claro e indubitable, para evitar que se pueda colar algún debate sobre recortes que pudiera perjudicar a los gestores), podemos hacer la reflexión de que el infortunio está ahí siempre acechando, y que aprovecha cualquier mínima bajada de guardia para acontecer. Por muchos medios de seguridad que pongamos, siempre hay un resquicio para lo trágico, que se colara por cualquier tontería. Por otro lado, y muy relacionado con ello, está el hecho de que todos tenemos despistes, y que muchos de ellos pueden acabar mal, pero el mismo azar que trae desgracias, las evita. Claro está que hay situaciones en las que hay que bajar menos la guardia, que exigen una mayor vigilancia ya que las consecuencias de un despiste pueden ser más graves. Pero acabará ocurriendo, con menos frecuencia, pero lo hará, lo cual lo convertirá, por inhabitual y esporádico, en menos comprensible y más sorprendente. Menos perdonable.
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