miércoles, 5 de mayo de 2010

Viejos caserones incrustados en la ciudad


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El a veces desaforado crecimiento de las ciudades provoca que la trama urbana acabe fagocitando caserones que en su momento fueron de campo. Pequeños chalets de afueras, con su jardín, su pozo y su huerto, construidos en su momento algo alejadas del centro urbano, seguramente con el fin de disfrutar de la tranquilidad de estar fuera y al mismo tiempo de la comodidad de estar cerca y tenerlo todo a mano. Pero el tiempo pasó, la ciudad creció, y por distintos avatares, quedaron allí, rodeados de asfalto y edificios de viviendas, empequeñecidos y oscurecidos por los gigantes que proliferaron a su alrededor. 

Producen una extraña impresión estas casas. Están como desubicadas, mortecinas, apagadas. Grises, incluso, como si en medio de una fotografía a todo color hubiera algún elemente en blanco y negro. Los jardines que las rodean, seguramente hermosos en su día, se muestran ahora con una dejadez selvática. Incluso las casas parecen abandonadas, aunque a veces hay evidencias de que dentro habita gente. Despiertan curiosidad, pero también cierta inquietud, la que provocan los elementos extraños que no cumplen con la expectativa de lo que se supone que debe de haber ahí. Al mismo tiempo, han adquirido un aura heroica al haber aguantado el envite del progreso, pero también la tristeza de que a la larga, es una batalla perdida.

Siempre han llamado mi atención estos lugares. Algunos asustan, sobre todo si están abandonados, y te obligan a acelerar el paso, como si en ellos se hubierran desarrollado hecho desagradables y repelentes. Otros en cambio resultan acogedores, y te hacen otear por encima de sus setos y verjas en busca de algún fragmento de la felicidad que a buen seguro han albergado y posiblemente aún alberguen.

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