lunes, 11 de agosto de 2008

La senda del dolor


Hay en la terapéutica una cierta sensación, nada científica, de que una terapia que no provoca dolor ni molestias no es curativa, o al menos de que hace falta una cierta incomodidad para poner al paciente en el camino de la curación. La tradición lo sabe muy bien, y existen refranes que así lo ponen de manifiesto (el mallorquín "quan cou, cura", "cuando escuece, cura" es muy elocuente). Y son frecuentes las pruebas y técnicas médicas que cursan con una molestia considerable. Además, es bien sabida la tendencia de los médicos a racanear con los analgésicos, prescribiendo menos del necesario o alguno no del todo efectivo, o demorando la instauración del tratamiento. Es como si hubiera una necesidad de atravesar una vía de dolor, un via crucis gracias al cual la curación y el restablecimiento (una palabra que no me gusta nada, como si se tratara sólo de volver al estadio anterior a la enfermedad, sin que esta tenga ninguna repercusión, como si no hubiera pasado nada) abran a una nueva relación del paciente consigo mismo y con su entorno (y, porqué no, con su enfermedad).

Al fin y al cabo, la experiencia de dolor es una sensación plenamente corporal, en la que nos vivimos intensamente (más que con el placer, que provoca una cierta expansión, dilución y como abandono). Ya decía Unamuno algo así como que en la alegría uno se olvida hasta de que existe, y que es en el dolor cuando uno cobra conciencia plena de sí mismo. Eso sí, con cierta moderación, el dolor debe dejar un espacio en el que se produzca la transformación, y un dolor demasiado intenso provoca un colapso en el que no hay ningún paso que dar.

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